En la parte alta de Abancay, donde el aire parece detenerse un instante antes de besar los tejados, se levanta un pequeño templo rodeado de cipreses, intimpas, flores y murmullos. Es el templo del Señor de la Caída, un recinto modesto y hermoso, donde un Cristo inclina el rostro bajo el peso de su cruz. Dicen los abanquinos que en esa mirada hay una dulzura que consuela, una fuerza que no se impone, sino que acompaña. Por eso lo llaman el Patrón espiritual de la ciudad, porque cuando todo parece derrumbarse, Él, que cayó primero, enseña a levantarse sin perder la calma ni la fe.
Cada enero, cuando se tiñen de oro las lomas y los ríos murmuran su canto, el pueblo entero se prepara para su fiesta. Desde la víspera, el aire huele a flores y a ponche de almendras y guindas, mejorado con una copita de aguardiente de caña para qué caliente las noches lluviosas; los rezos se confunden con risas y la música de las bandas se enreda con el repicar de las campanas. Al día siguiente, el Señor de la Caída sale en procesión sobre andas adornadas de lirios y velas. Las calles se llenan de promesas y pañuelos blancos. Algunos lloran en silencio, otros cantan o rezan con fervor, pero todos sienten —aunque no lo digan— que esa figura que avanza entre el pueblo lleva consigo sus penas, sus alegrías y ese cansancio antiguo que también es esperanza.
Su fiesta patronal es el 13 de enero (puede variar) y las celebraciones se inician el día de la víspera y al día siguiente viene la misa y procesión en andas de la imagen del Señor de la Caída, con acompañamiento de una banda de músicos, que congrega una numerosa cantidad de fieles abanquinos. Los mayordomos y/o carguyoc son vecinos de familias tradicionales de la ciudad, generalmente del barrio de La Victoria. Se culmina con la quema de fuegos artificiales y castillos de todos los tamaños
La historia del Señor de la Caída comenzó hace mucho, en la Hacienda Illanya, cuando Abancay aún soñaba con los ingenios de caña y el aroma del aguardiente. Allí, entre maderas y recuerdos, un carpintero llamado José Farfán Sotelo trabajaba en silencio, hasta que una noche tuvo un sueño: un hombre le hablaba con voz suave —«Tú entras y sales, pasas por mi lado y no me ves»—. Al día siguiente, buscando el sentido de aquel mensaje, encontró en un rincón polvoriento dos imágenes olvidadas: el Señor Justo Juez y el Señor de la Caída. Comprendió entonces que el sueño no era un sueño, sino un llamado.
Pasaron los días y, al no recibir el pago por su trabajo, don José propuso a la dueña de la hacienda algo que solo un hombre de fe habría imaginado: llevarse una de las imágenes a cambio de su salario. La señora Letona, conmovida, accedió. Y así, el Señor de la Caída abandonó las sombras de Illanya para habitar el corazón de Abancay. Fue recibido en la humilde casa de los Farfán Zuzunaga, en el jirón Arequipa, donde pronto una pequeña capilla se alzó como testimonio del amor de un pueblo.
Desde entonces, la historia se hizo milagro. Cada enero, la gente llegaba con flores, velas y plegarias; los niños jugaban alrededor del templo mientras los mayores cantaban y los abuelos narraban, con voz pausada, la historia del carpintero que soñó con Dios. En esas noches de fiesta, el ponche y la oración compartían la misma mesa; porque en Abancay, la fe tiene sabor a hogar y a abrazo compartido.
Con los años, la capillita se hizo pequeña. La devoción creció más rápido que los muros, y fue necesario darle al Señor una casa más grande, más digna, más suya. Así nació el templo actual, en la unión de las avenidas Prado Bajo con Prado Alto, donde el viento trae el eco de los rezos y el silencio parece tener nombre propio.
Cada víspera del 13 de enero, la plazuela se viste de luces y el cielo se enciende con fuegos artificiales. La música, los rezos, los castillos de colores: todo se confunde en una misma plegaria. Al amanecer, la misa central convoca a multitudes; la procesión avanza entre lágrimas y canciones, y el Señor de la Caída recorre su ciudad como quien vuelve a casa, bendiciendo a los que lloran, a los que ríen y a los que aún buscan un motivo para creer.
Cuando la imagen regresa a su altar, los devotos comparten el almuerzo, porque la fe —en Abancay— nunca deja a nadie con hambre. Y entre los aromas de cuy, tallarines y chicharrones, alguien siempre repite lo mismo: que el Señor no solo protege al pueblo, sino que lo enseña a levantarse cada vez que tropieza.
Y así, año tras año, el Señor de la Caída sigue caminando entre los suyos. No exige, no reprocha. Solo mira con esa ternura que perdona y comprende. En su caída, los abanquinos ven reflejada la suya; y en su calma, la certeza de que incluso en el polvo hay dignidad, y en cada herida, una forma secreta de resurrección.